lunes, 18 de octubre de 2021

Roses, faltaba la playa...

Evidentemente, el verano se daba por concluido y a Pili le faltaban sus días de playa. Así que aprovechando el puente de la Mercè, se le ocurrió que fuéramos a pasar unos días a la playa y concretamente a Roses. Yo, que ya me veía libre por este año de estos avatares, dije con sorpresa que por qué Roses precisamente. Total, si se trataba de playa, podía haber elegido una que estuviese más cerca de casa. Sin discutir mucho, al final son solo unos pocos kilómetros más nos pusimos en marcha hacia la Costa Brava y oh! maravilla sin peajes en la AP-7.

Roses, de noche
Nos instalamos en el hotel, a pie de playa por cierto, y una vez hechas las gestiones de ingreso y buscar un parking para el coche nos fuimos a caminar por el paseo marítimo, con un tiempo excelente a pesar de que ya entraba la noche y las primeras luces aparecían a lo largo de todo el litoral. Había que cenar algo y en ese momento tiramos de recomendaciones de amigos que conocían el lugar y llegamos al ROM, una de las sugerencias de alguno de ellos. La cena fue exquisita, muy elaborada y el personal muy amable y agradable. Destacó sobre todo unos buñuelos de bacalao con una crema espesa de piñones tostados y miel de pino. Nos fuimos a descansar pues el día siguiente habíamos previsto una caminata por el Camí de Ronda (GR-92).

Madrugamos lo suficiente para no caminar en la hora donde más aprieta el calor y tras un desayuno no tan frugal como podría esperarse, nos pusimos en marcha. La primera parte del camino por el paseo marítimo, repitiendo el itinerario de la tarde anterior hasta el lugar donde cenamos. Luego continuamos por el mismo paseo hasta llegar al puerto, lugar en que empezamos a alejarnos de la orilla del mar para adentrarnos por algunas urbanizaciones en las zonas de boscosas del lugar. Luego Pili decidió volver hacia el hotel.

Roses desde el GR-92
Un servidor siguió el camino, pasando por diversas urbanizaciones, que parece que no tienen fin en la zona, hasta que los cálculos horarios que había hecho me indicaron que si quería estar a la hora de comer en el hotel, tenía que poner rumbo hacia el mismo dando una vuelta de 180 grados en mi ruta, cosa que hice pero con un acierto solo regular pues llegué a la zona prevista de comida con algo más de media hora de retraso. Tampoco pasaba nada, pues si algo nos sobraba era tiempo y por la tarde tampoco teníamos una previsión concreta en el viaje. Durante el paseo que se me hizo realmente agradable, las vistas del golfo de Roses son espectaculares y además el día a esas horas ya era totalmente despejado sin las neblinas matutinas. En el camino pude ver desde cerca el Faro de Roses y sin llegar a subir hasta él, pude apreciar también el Castillo de la Trinitat, que fue mandado construir por Carlos I, antes de que se hiciese la Ciudadela de Roses. Su nombre procede de una ermita que fue derruida y que se encontraba junto a una torre de defensa, también desparecida en un montículo a unos 60-70 metros sobre el nivel del mar.

EL Castillo de la Trinitat
Hicimos una comida frugal, en El Cucharón en las inmediaciones de nuestro hotel, que por cierto en su carta de postre había "Pijama". Toda una reliquia de los postres dominicales. Y puesto que el camino por la mañana se acercó a los 14 kilómetros, aunque en general de poco desnivel, sí que notábamos en nuestras piernas las subidas y bajadas sobre todo en la zona más al norte del recorrido. O sea, una buena excusa para una siesta reparadora.

Luego por la tarde, nos dedicamos a pasear por la ciudad, pero ya a un ritmo "caribeño", o sea, parando en escaparates en lo que es la calle más comercial de Roses, visitando la iglesia y algunas plazas y edificios de cierto interés arquitectónico y cultural. 

Finalmente y ya con la noche entrando, despacio pero imparable, decidimos tomar un refresco en unos de los bares de la calle de la Riera de Ginjolers, pero como digo se hacía tarde y allí mismo decidimos cenar, pues tenía muy buena pinta, lo que veíamos que iban sirviendo a los otros clientes de la terraza. La mayoría franceses, que como cenan muy pronto les estaban dando ya la comida. Y así, tras el ágape nos fuimos al hotel donde todavía nos dio tiempo de tomar una piña colada antes de retirarnos a descansar a nuestra habitación.
Empuriabrava

Tras un descanso reparador y el consiguiente desayuno en el hotel nos pusimos en marcha, en esta ocasión con el coche, para visitar Empuriabrava, un enclave turístico sobradamente conocido, pero que dados los años que han pasado desde nuestra última visita, más de 35, valía la pena recorrer de nuevo. 

Estuvimos paseando por el entramado de calles que componen la ciudad y observando los canales que ejercen de acceso a las viviendas y que rememoran salvando las distancias los canales venecianos. Lo cierto es que a pie, las vistas no son tan espectaculares como las que se hacen desde el aire, cosa que nosotros solo las vemos en mapas o en google earth, pues la posibilidad de tirarse en parapente o de hacer un vuelo en avioneta en el aeródromo existente en la zona no entraba en nuestros planes presentes y creo que futuros tampoco, sobre todo el primero.

Una vez finalizada la visita pusimos rumbo a l'Escala, donde llegamos en pocos minutos y tras aparcar cerca de la playa, estuvimos paseando por el largo paseo marítimo, hasta que se hizo la hora de ir a comer. El lugar elegido fue una recomendación de unos amigos: El Molí de l'Escala, lejos relativamente de la playa en un molino de harina del siglo XVII, que se halla integrado en una remodelada "masía" de no se cuantos siglos de antigüedad, según reza la propia web del establecimiento.

La verdad es que la restauración del establecimiento es exquisita y sobre todo los platos que pudimos degustar en el ágape: unos "rovellons" a la brasa, unas anchoas excelentes y un no menos meritorio arroz de marisco, que regamos con un vino de la zona también de buen beber.

L'Escala
Sin prisa, pero sin pausa regresamos a Roses a hacer una merecida siesta, tras la cual nos dirigimos a la zona más comercial de la villa por ver si hacíamos alguna compra, cosa que solemos hacer a menudo en los lugares que visitamos. Lo cierto es que no compramos nada, en parte porque los comercios estaban a punto de cerrar, pero sí echamos el ojo a cosas interesantes que dejamos para el día siguiente que a pesar de ser domingo estaban abiertos. 

Lo que sí hicimos fue tomar un ligero refrigerio en el mismo bar que el día anterior, con el tiempo justo para ir al Spa del hotel donde Pili había reservado para las 22:00 horas. La aventura fue como poco divertida: yo me empeñé en que al Spa se iba en albornoz, pese a que no vimos a nadie que lo hiciese. Así que muy dignos bajamos de la habitación y creo que fuimos objeto de las miradas de la mayor gente con que nos cruzamos. Me explico: el acceso al dichoso Spa estaba en la terraza de la cafetería a la que se accedía por la misma, lo que nos llevo a tener que atravesar toda la cafetería y toda la terraza, en aquellos momentos bastante llena y con un músico ejerciendo de animador del cotarro. Lo dicho, atravesamos muy dignamente los dos sitios, dos veces, al entrar y al salir con nuestros albornoces, y no nos pusimos a bailar, en el momento de la salida ya se habían animado en la terraza, porque no sabemos y lo hacemos bastante mal.

Aun nos quedó tiempo de cambiarnos y volver a bajar a la terraza a tomar una piña colada y un gintónic, escuchando la música del animador y viendo bailar a los más atrevidos y expertos clientes. 

Al día siguiente, tras el reparador descanso y después de desayunar como cada día, recogimos las cosas del hotel y nos acercamos a la zona comercial donde pudimos comprar, Pili un vestido para una boda reciente que tenemos y yo dos pares de pantalones, que es de lo que más necesitado estoy. Todo ello de "rebajas", que conste. Tras una comida bien aceptable en otro lugar recomendado por amigos, pusimos rumbo a casa y dimos por finalizada la escapada a la playa.

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